jueves, 28 de agosto de 2008

Algunas de mis motivaciones














"León" (acrílicos sobre cartón)




No pocas veces me han preguntado: ¿porqué pintas?
Creo no tener respuesta para ello.
Siempre he jugado a contestar respondiendo la pregunta que no me hacen: ¿Porqué pinto lo que pinto?
Eso sí creo saberlo.

Nací en la pequeña ciudad del interior del Uruguay llamada Fray Bentos; capital del departamento de Río Negro.
Ciudad que palpitaba, vivía y soñaba al ritmo de las faenas del frigorífico ANGLO; una de las mayores empresas cárnicas internacionales, a la que se dio en llamar “La gran cocina del mundo”.
Todas las familias de la ciudad tenían uno o más integrantes trabajando en la fábrica; por ello, todo giraba en torno al frigorífico. Miles de personas "laburaban" en esa empresa que llegó a faenar varios miles de cabezas de ganado por día y producir con ello los mejores cortes de carne para consumo y subproductos como el extracto de carne y el corned beef (exportados, fundamentalmente, para consumo de los soldados en la 1ra. Guerra Mundial), otros envasados cárnicos – lenguas, grasa, etc. -, sangre seca, harina de hueso -, y otros productos provenientes de la matanza de pavos, corderos y ovejas; dulces y mermeladas de frutas y tantas... tantas cosas más.
Allí se fabricaban también los envases utilizados y se adherían a ellos las etiquetas con la cola producida allí mismo, por ejemplo con la caseína de leche.
Y, recordando ahora a ese montón enorme de gente que trabajaba día y noche allí, me viene a la mente un hecho diario, anecdótico; el espectáculo que brindaban los obreros y empleados al salir de la fábrica, finalizados sus turnos laborales.
Cientos y cientos de bicicletas – todas juntas – que atravesaban la ciudad con un zumbido de ruedas y voces, cuatro veces por día, dejando a su paso un extraño aroma a tabaco, sudor, carne, grasa... y orgullo.


Mis padres – mis dos “viejos” – fueron parte de esos miles de empleados y obreros que - entre risas, sudor, cansancio, amarguras y esperanzas - forjaron un presente hermoso para mi ciudad. Presente que otros no supieron transformar en futuro.
Yo nací, me crié y viví allí hasta hoy, pues aún cuando residí en Piriápolis unos cinco años, ni corazón y mi mente bailoteaban entre los recuerdos, emociones y quereres de mi Fray Bentos querido.
Allí jugué, estudié, hice deportes (ciclismo, fútbol, tenis), trabajé, me casé (con Teresita) y crié mis hijos. (Mariel y Mauro)
Me alimenté de esa sociedad especial. Mi mente, mi espíritu y mi corazón mamaron de esa gente que no reconocía clases sociales en la convivencia diaria. Todos éramos iguales, más allá de talentos y virtudes.
Allí se formó mi carácter y se forjaron mis aptitudes, nacidas quizás de algún don que alguien o algo me regaló generosa y confiadamente.
La facilidad de captar la música, el ritmo, las líneas, los colores y las palabras, sumados al ser observador tenaz de la vida cotidiana de mi gente pueblerina, me “empujaron” a la aventura de hacer música, dibujos, pinturas, cuentos y textos teatrales. Llegaron así los días de estudiar música y subir a los escenarios con las orquestas populares y con la Banda Municipal de Música de Fray Bentos; los días de formarme en la técnica del dibujo y la pintura, guiado por maestros - artistas estupendos - y salir a enfrentar a público, crítica y jurados, en certámenes nacionales o locales, en los que participé hasta hace unos cuantos años; los días de escribir horas enteras, en cualquier momento, y ver cómo surgías pequeñas historias de gente humilde; historias plasmadas en relatos cortos y costumbristas o en textos teatrales que, junto con otros (locos como yo) – queridos aventureros del teatro independiente -, llevé a escena con pasión y disímiles resultados.
Todo eso forjó una serie de códigos y principios que construyeron el cimiento de mis expresiones, principalmente en la plástica.

Pero no resultaba facil plasmar todo eso técnica y originalmente, desde una mirada positiva aunque también aguda; desde un humor personal y “decidor”.
Fui encontrando – muchas veces casualmente - ideas e imágenes que se concretaban en obras así, mezcla de humor, ternura y sugestión.
Claro... durante los años de trabajo y búsqueda y encuentros y errores y aciertos y dudas, estas conclusiones y certezas de hoy ni siquiera pasaron por mi mente como análisis, proyecto o como quiera llamársele. Todo fue casi subjetivo, buscando y buscando y...

A veces hasta perdiéndome en callejones sin salida. (¡Vaya a saber si ahora no me encuentro en uno!)
En esa búsqueda apareció, casi sin saberlo, el que a la postre algunos han denominado el “hilo conductor” de mi obra plástica: Los mascaritos de Fray Bentos.
Solari – con su visión personal de las fiestas populares - me había introducido en el análisis y comprensión de la cultura y el arte del carnaval de Fray Bentos.
Ariel Pérez Molinari me "paseó" por el mundo humilde de los alrededores de mi ciudad, charlando con la gente, escuchando sus historias; descubriendo su riqueza interior y el paisaje que habitan en cada rincón de mi pueblo.
Mis padres... y Solari... y Ariel - estupendos maestros - me llevaron de la mano con su palabra, su ejemplo y su obra al encuentro de mis convencimientos éticos y artísticos.
Y todos - Ariel, Solari, mis padres y yo - éramos parte de aquella enorme multitud que palpitaba al ritmo de Fray Bentos.
Los carnavales, los corsos, los mascaritos sueltos y las murgas eran parte de todos nosotros. Fray Bentos vibraba al ritmo de la fábrica, del fútbol y del carnaval. ¡Ah..., cómo vibraba! Los mismos obreros y empleados se transformaban mágicamente en mascaritos, murgas y comparsas; tornaban en futbolistas de los cuadros de barrio y la selección de Río Negro; armonizaban en conjuntos musicales, hacían vibrar los salones decorados o guiaban a socios, desde la presidencia de sociedades recreativas, deportivas y culturales. Y, junto a ellos, todo ese Fray Bentos querido era una gran familia futbolera, trabajadora y carnavalera.
Solari y Ariel Pérez Molinari - amigos y maestros - Leonel, (hermano de Ariel) Alamón, Tonelli Pérez, González Sosa (estupendos artistas) y yo, todos alguna vez inventamos una bandera o escudo para una institución deportiva o cultural, decoramos un salón para el carnaval, pintamos las caras de los murguistas o creamos una carroza para el corso.


Y, por supuesto, los bailes de carnaval.
Con la trompeta y un montón de amigos, subíamos noche a noche a los escenarios a desparramar la música romántica, tropical o brasilera para que tanta y tanta gente saltara, se divirtiera y se enamorara entre cornetas, serpentinas y caretas de cartón.

Y, para completar estas vivencias, el recuerdo de mi madre que, una vez por año, una noche cualquiera de carnaval se disfrazaba de dama antigua, de hombre, de monstruo – o de cualquier cosa - y salía solitaria, lenta, disfrutando paso a paso aquel “paseo” enmascarado entre el bullicio de grandes y chicos en algún corso del barrio Unión, donde generalmente se despedía al carnaval “hasta el año que viene”. Y yo niño, adolescente y hombre, estaqueado en el cordón de la vereda – uno más entre el público – mirándola año a año, sorprendido siempre, orgulloso... y también envidioso de su desenfado, de su espíritu juvenil, de su alegría.

Así, el carnaval fue metiéndose en mis ojos y en mi mente.
En mi alma.

Por eso - y por tantas cosas más - yo amo a los mascaritos.
Amo a esos únicos e irrepetibles personajes de gran calidad plástica, grotescos, impúdicos; incoherentes portadores de todo el bagaje cultural de mi querida y entrañable gente, desde una estupenda, inigualable mezcla de humor, crítica y poesía.
Y comencé a dibujarlos... y a pintarlos... como si quisiera rescatar del olvido a todos esos seres que aparecen en los febreros de mi vida y que parecen estar condenados a desaparecer.
Esos estupendos y entrañables creadores sueltos, improvisados, que alimentaron mi imaginación y me señalaron el valor de lo simple; eso que nace allá, donde están las emociones.
Pero claro, creador yo también, fui inventando - casi sin darme cuenta - mis propios mascaritos; entusiastas monigotes “copiandines” de esos verdaderos mascaritos, cabezudos y personajes carnavaleros.
Ya mis monigotes – quién sabe porqué sino misterioso y sabio - no se parecen en casi nada a los mascaritos de mi pueblo.

Quizás ya no representen visualmente lo que quise rescatar. Son sólo sombras de mascaritos con personalidad propia; disfraces de disfraces.

Pero estoy seguro que en mis apasionados personajes de trapo, madera, cartón y alambres alienta toda aquella querida gente que me emocionó hasta las lágrimas, me divirtió, me formó y marcó para siempre. Y sé que esos inolvidables hombres y mujeres – con inmensa generosidad pueblerina y sin consultarme - prestan hoy sus almas a éstas, mis “criaturas” casi espantapájaros, y les dan la vida y la emoción que, mezclándome los sentimientos allá en un rincón soleado de mi alma, me transportan a esa feliz niñez que no acepto perder.

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